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El talentoso diseñador Pablo Ramírez posa en su casa y habla de su exitosa carrera y su reciente boda

Pablo Ramírez (52) diseñador es sinónimo de perfección, talento, osadía y distinción. Tras veinticuatro años al frente de su propia etiqueta –treinta en total en la industria–, el chico ...

Pablo Ramírez (52) diseñador es sinónimo de perfección, talento, osadía y distinción. Tras veinticuatro años al frente de su propia etiqueta –treinta en total en la industria–, el chico que irrumpió en la escena fashion con sus pasarelas a todo negro y puso la moda patas para arriba se convirtió en un creativo influyente, reconocido y admirado, que supo adaptarse a las dificultades y reinventarse mil veces, sin dejar de ser fiel a sus ideales y a su estilo. Ese estilo que, desde el famoso tapado que recuerda al del Principito que le diseñó a Gustavo Cerati, pasando por los outfits rompedores que crea para Lali Espósito o para los shows de Fito Páez, hasta los vestuarios para obras de teatro, ballets, ópera y musicales –el último fue el de la ópera Carmen, en el Teatro Municipal de San Pablo, Brasil– hace reconocible cualquier pieza que haya pasado por sus manos. En la intimidad, Pablo Ramírez es reservado, tímido con los desconocidos, reflexivo y disciplinado, cultiva un sentido del humor inteligentísimo, ama el cine, el teatro, la música y la literatura –donde encuentra refugio e inspiración–, y conserva un poco de la ilusión, la imaginación y la fantasía de ese chico que nació en Navarro, el pueblo de la provincia de Buenos Aires del que quiso escapar para disfrutar del anonimato. Desde hace veintidós años está en pareja con Gonzalo Barbadillo (54) –con quien también trabaja–, es papá del corazón de Valentín (24), el hijo de Gonzalo, y en una de las semanas más importantes de su vida –el miércoles 12 fue reconocido como Personalidad Destacada de la Cultura por la Legislatura de CABA y el jueves 13 dio el “sí, quiero” con Gonzalo– conversó en exclusiva con ¡HOLA! Argentina y posó en su casa por primera vez.

–¿Traés trabajo a tu casa?

–Bueno, me traigo cosas en la cabeza, pero no tengo nada acá para dibujar. Es que para mí estar en el atelier es como estar en mi casa también. De hecho, a veces me pasa que el fin de semana me agarra abstinencia y por ahí voy un sábado a hacer algo.

–¿Te tomás un día libre?

–Lo que me pasa es que mi trabajo me gusta tanto que no lo vivo como una carga. Yo me siento una persona agradecida: bendecido y afortunado de poder hacer lo que me gusta, de vivir de lo que me gusta, de trabajar de lo que me gusta. Me parece que es un lujo muy grande primero, haber tenido una vocación tan clara y, segundo, haber tenido la suerte de desarrollarme en eso.

–¿Te vas de vacaciones?

–Me cuesta mucho tomarme vacaciones. Primero, porque no fui criado con esa cultura: en mi casa no nos tomábamos vacaciones, porque mi papá trabajaba en el taller mecánico y cuando dejaba de trabajar, dejaba de tener ingresos. Lo que sí hacíamos, porque teníamos a mis abuelos y a mis tíos en Neuquén, era ir mucho allá, que era una manera de cambiar de paisaje y de que mi padre siguiera trabajando en el taller mecánico de su hermano. Entonces íbamos a Cutral Co y aprovechábamos para recorrer. Debo haber ido a Mar del Plata y a la costa argentina apenas tres o cuatro veces en mi vida. Y de grande, cuando empecé a trabajar acá, casi al mismo tiempo empecé a viajar a Europa o a Estados Unidos por trabajo, y viajar por trabajo es como una doble recompensa: estás haciendo lo que te gusta y encima viajás y conocés lugares. Son contadas las veces que me tomé vacaciones de verdad. Una que me fui al Caribe con una amiga y después, otras dos que viajé con Gonzalo.

–¿Qué significa para vos el dinero?

–Es algo en lo que estoy trabajando, porque durante mucho tiempo subestimé el dinero, como que era algo sin importancia: nunca trabajé por dinero. Y ahora, que soy más grande, pienso: “Bueno, capaz que es el momento de darle una vuelta a eso, de ahorrar, de ir por otro lado”.

–¿Sos una persona ambiciosa?

–No en el sentido materialista. Por ahí, mis ambiciones son más idealistas.

–En tu vida personal, ¿necesitás tener el control?

–Creo que hay como una especie de Doctor Jekyll y Mister Hyde en mí en ese sentido. Por un lado, siento que me puedo dejar y abandonar, pero a la vez me siento mejor cuando puedo encaminarme. Si tengo horarios y estoy organizado, cumplo mejor con las cosas que me gustan.

–¿Qué relación tenés con tu cuerpo?

–He pasado por varias etapas: subir mucho de peso, bajar, volver a subir, volver a bajar. Ahora me siento en armonía. Hace un tiempo ya que empecé a cuidarme, pero no desde el lugar de la restricción, sino desde un lugar más sano. Yo no tomo alcohol, nunca fumé, y por ahí tenía un vínculo complicado con la comida porque era como mi talón de Aquiles, lo usaba para darme una alegría, pero la suma de todas esas alegrías me terminaba deprimiendo porque estaba gordo. Ahora estoy pasando por un momento en el que más o menos encontré un equilibrio.

–¿Será que te vinculás mejor con los cuerpos de otros?

–Sí, es como que no lograba apropiarme de mi cuerpo, que quedaba en una situación de abandono, de negación. Como que no tenía cuerpo, sólo era una mente que pensaba en el cuerpo de los otros. Y es difícil cuando uno está formateado así, porque cada vez que hacía un descenso grande de peso encontraba mi cuerpo, me veía divino, y después me distraía y ¡chau!, se me iba el cuerpo otra vez, y volvía a engordar. Hace un tiempo empecé con actividad física, que era algo con lo que tenía mucha negación, y le fui encontrando la vuelta. Ahora tengo un entrenador, hago pilates y la verdad es que me siento bien.

–¿Es difícil no mezclar las cosas trabajando con tu pareja?

–Hace poco vi una entrevista que le hacían a Orson Welles en la que le preguntaban si era mejor trabajar con profesionales o con amigos, y él decía: “No, para mí hay que trabajar con los amigos”, y yo siempre tuve esa ideología. Como que necesito ese entorno de afecto y contención para trabajar. Gonzalo empezó a trabajar conmigo porque éramos amigos. Primero vino a ayudarme, después se incorporó de lleno a trabajar, tiempo más tarde empezamos a salir y ahí quedamos trabajando juntos definitivamente. Somos dos personalidades tan diferentes que nos complementamos bien. Yo soy todo para adentro, él es todo para afuera, yo estoy en unas cosas, él está en otras. Y, justamente como somos tan opuestos, tenemos muchas diferencias, pero a la vez hace tanto tiempo que trabajamos y que estamos juntos que podemos saldarlas sin problema. No hay nadie que me conozca más que él.

–Gonzalo tiene un hijo que es un poco hijo tuyo también. ¿Tuviste el deseo de ser papá?

–Cuando era muy chico, como la pasé mal, pensaba: “Nunca voy a tener un hijo al que le pase lo que me pasa a mí”. Ese era mi temor más grande, tenía ese fantasma. Y cuando empecé a salir con Gonzalo, Valentín tenía 2 años y se incorporó a nuestras vidas con total normalidad, y para mí fue como tener un hijo. Un niño es mágico, pero es una gran responsabilidad también. Y ahora, que Valentín tiene 24, siento que a pesar de que yo había fantaseado con no tener hijos, finalmente fue algo que me hizo feliz. Tenemos un vínculo que está buenísimo y, de alguna manera, cumplí un poco el rol de papá con él. O al menos eso intenté e intento.

–Sorprendieron a todos con la boda. ¿Cómo decidieron casarse?

–La verdad es que la ceremonia en la Legislatura fue un evento que revolucionó a la familia y los amigos, inclusive Valentín volvió de Estados Unidos para esa ocasión, así que nos encontramos con que íbamos a estar todos reunidos en Buenos Aires y entonces decidimos aprovechar el momento y celebrar nuestra boda civil, que fue el 13 de junio en el Registro Civil de la calle Uruguay. Fue algo que lo planeamos por practicidad, pero lo que pensamos como una mera formalidad resultó un acto muy íntimo, hermoso y emocionante, rodeados de nuestras familias y los amigos más cercanos, que de alguna manera resumió lo que ha sido y lo que es nuestra vida juntos: mucho amor, trabajo y compromiso.

–¿Pensás en expandir la marca Ramírez al exterior?

–Es un desafío, algo que siempre estuvo presente, pero que yo sentía que no era el momento. Tuve experiencias de vender en lugares estratégicos como París, y ahora siento que quiero hacer un camino más firme. Estoy empezando a pensar en vender por lo menos en países vecinos, como Chile y Brasil.

–¿Cómo lo imaginás? ¿Buscarías un socio?

–Ya tuve experiencias con socios y, aunque no estoy cerrado a esa opción, me da la sensación de que es más difícil conseguir un socio que una pareja. Además, tendría que ser algo muy exitoso, porque lo que estamos viendo en el mundo es que el diseñador como figura está casi extinto, son corporaciones de CEOS millonarios que manejan todo después de que lograron posicionar esas marcas internacionalmente con las cabezas de diseñadores que más tarde fueron decapitados. Es muy cruel el sistema. Por eso tengo la sensación de que prefiero hacer algo en mi escala, con mi propio recorrido, como más chico, con la tranquilidad de que no voy a tener arriba una guillotina esperando que dé un paso en falso para cortarme la cabeza. Prefiero no ceder mi independencia.

–¿Qué pensás cuando mirás tu trabajo en retrospectiva?

–Ahora que estoy haciendo una especie de minidocumental de mis años de trabajo de repente digo: “¡Guau, no puedo creer todo lo que hice!”, y a la vez también me cuesta darme cuenta de que hace 30 años que vivo de esto, cuando era algo que parecía imposible. Parecía imposible que fuera diseñador, que me insertara en la industria y, cuando en el año 2000 dije: “Bueno, quiero ser un diseñador de ropa negra”, y todos me dijeron: “Pero no, ¿cuánta ropa negra vas a hacer?”, yo explicaba que era un proyecto a largo plazo. “Eso va a servir para dos temporadas, a la tercera vas a tener que agregar color, porque la gente quiere eso, porque cuando ya se compraron el vestidito negro no van a volver”, me insistían. “No importa que se compre el vestido negro, después va a querer tener otro”, respondía yo, también parecía imposible que lograra convertirme en un diseñador de ropa negra.

–Era una idea revolucionaria…

–Yo quería hacer un producto que fuera clásico, atemporal, sin vencimiento. No quería hacer moda, no quería hacer cosas descartables. Pensá que decía todo eso en un momento en que no se hablaba ni de lo sustentable ni de la moda circular. Mi idea era que fueran piezas de diseño, como cuando uno se compra un mueble o un reloj, que te lo comprás para que te dure mucho.

–Eso lo lograste…

–Ahí es donde veo que estaba la ambición, soy ambicioso en ese sentido, en pensar: “Quiero crear un estilo, quiero tener un sello, quiero tener una identidad”. Pero eso, que tiene que ver con mi ideología, fue algo que, cada vez que tuve socios, me lo cuestionaron.

–Entre hacer una colección y un vestuario para teatro, ¿qué disfrutás más y qué te estresa más?

–Disfruto de las dos cosas. Hacer una colección es jugar mi propio juego, donde pongo mis propias reglas. Es mi mundo, mi imaginario. Hacer vestuario, en cambio, es que alguien me invita a jugar su juego, alguien me abre la puerta de otro patio. Y también está bueno y es divertido… pero me estresa mucho más.

–¿Ramírez y Pablo Ramírez son la misma persona?

–Sí, totalmente. Eso lo puede decir bien Gonzalo: yo soy 24 x 7 la misma persona. Tengo los dos momentos en mi casa y en el trabajo, momentos en los que soy serio, introvertido, callado y estoy para mí, y otros en los que soy sociable, divertido, tengo sentido del humor y me encanta reírme. No es la faceta que más se me conoce ni que más se ve, porque nunca pensé que mi trabajo me iba a exponer. Y aunque cuando empecé padecí un montón lo de la exposición, ahora ya me reconcilié con eso, básicamente porque me siento agradecido.

Maquillaje: Rocío Somoza para Sebastián Correa Estudio.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/revista-hola/pablo-ramirez-el-mejor-disenador-argentino-de-su-generacion-posa-en-su-casa-y-habla-de-su-exitosa-nid20062024/

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